miércoles, 18 de julio de 2012

Debate por la modernidad-- Luis Linares Zapata


Las maniobras del aparato de comunicación colectiva del país no intentan clarificar los referentes del debate nacional, sino asentar un mediocre concepto de modernidad. Se pretende desviar la atención para imponer, como visión dominante, masivos intereses grupales. Una operación orquestada desde antes de la elección y prolongada a posteriori. El esfuerzo llevado a cabo por los grandes sectores de presión, sus partidos políticos y amanuenses mediáticos, estuvo dirigido, de manera compulsiva y abrumadora, a combatir las pretensiones de la izquierda para llegar al poder. Se resistieron con eficacia a que los ciudadanos eligieran, con informada libertad, los cambios que el modelo de gobierno en boga requiere con urgente justicia. Al parejo acentuaron, con todos los instrumentos mercadológicos a su alcance, en especial los difusivos, los rasgos seductores de una imagen sugerente, jovial y tranquila: era indetenible, proclamaron por todos los confines. Y cuando sospecharon que los trabajos no serían suficientes para soldar sus ambiciones, echaron mano del enorme catálogo de las malas artes: la compra de votos, el dispendio y la coacción a los votantes.

Pasada la votación, promotores y convenencieros comunicadores han cerrado filas con su acariciado proyecto que, afirman basados en los conteos oficiales, fue el indiscutible ganador. Lo hacen con beligerancia no exenta de rencor y amenazas latentes. Reinciden en manosear los términos, los contenidos y referentes del debate real para trocarlo en la simple querella de un conocido rijoso. De esta manera, lo que fue la disyuntiva entre la continuidad y el cambio verdadero involucionó en una transición sin sobresaltos. Sin embargo, el temor por lo desconocido, por lo incontrolable, se hizo presente: más vale ladrón y autoritario conocido que populista terco e iluminado por sufrir. Ahora se discute, con malabarismos retóricos, que lo importante, la esencia de la democracia, es la valentía para reconocer la derrota frente al ganador. Y de este último se predica, a renglón seguido, su generosidad para dar cabida a la disidencia. El intercambio de posturas, se afirma, es el motor que lleva, de la competencia a la legitimidad. Un simple aunque difícil rejuego de contrarios. Lejos, casi perdidos en lontananza, van quedando asuntos cruciales, como la legalidad mancillada, la torcida equidad entre contendientes, la deshonestidad tapada con cinismo, el retórico llamado a la pluralidad. El factor causante de la división social, del encono, de la polarización deviene de no aceptar el segundo lugar conseguido. Trampear la voluntad ciudadana para dar, de nueva cuenta, vigencia a los privilegios cupulares los tiene sin cuidado, simplemente es un asunto soslayado por su poco impacto en la vida organizada. La opinocracia no ensalza directamente a Peña Nieto; cree, de esa indirecta manera, conservar el recato, la objetividad, disfrazar su completa subordinación que, en variadas ocasiones, llega a ser abyecta.

Las prisas por dirimir la incertidumbre que se ha introducido con los reclamos y alegatos de AMLO por la validez de la elección se tornan, para la opinocracia, en cuestión espinosa, exasperante en extremo. Se le exige rendición incondicional: la agraviada voz de la plaza no cuenta, las denuncias sólo se aceptan si son probadas exhaustivamente ante una norma escrita citada con parcialidad y sujeta a interpretaciones convenencieras, eso es lo determinante. Poco importa que las deformaciones previas a la votación la tornen irreconocible, turbia, nebulosa. El pasado quedó sellado, dicen con vehemencia; el tedioso conteo terminó; hay que dar vuelta a la hoja. Ahora lo trascendente es el futuro y con Peña Nieto en la conducción se habrá de quedar fuera de todo temor. El acento, de manera compulsiva, se pone en el rebelde; el mal perdedor es quien desinfla el panorama ansiado. Ese personaje, el que no acepta su fracaso, es el culpable del atraso democrático y no quien o quienes asaltaron a votantes y urnas. Sólo él puede finiquitar la angustia y dar paso a la normalidad. De no plegarse al consagrado dueto triunfo-derrota, sin mediar condiciones imperantes, será tachado de insurrecto, de inconsciente, de irresponsable político que toma a la nación como su rehén.

Bien se sabe que reconocer al vencedor no es someterse con prontitud acrítica o servicial a la beatitud del rival. El reconocimiento no es el vehículo por antonomasia de la legitimidad. Ésta es una derivada del apego a la ley antes, durante la campaña, el día de la votación y también después de cumplir los trámites subsiguientes. Los mensajes de felicitación y las congratulaciones por el triunfo, llegados con premura desde fuera, poco abonan a la rectitud procesal, pero, por la costumbre y peso del factor externo, se suman para solidificar el hecho consumado. Lo que en verdad cuenta para afianzar la legitimidad es el recorrido de los penosos escalones certificando la transparencia con apego al derecho y sobre todo a la justicia. La certeza de todos en la validez de los votos emitidos es piedra angular. Para esto se requiere de jueces, de tribunales independientes que cumplan con su deber y no se escuden en recovecos para esquivar su responsabilidad, que es mayúscula.

El momento y las circunstancias por las que atraviesa el país son delicados. A la inseguridad y violencia subyacente, herencia del régimen moribundo, deben adicionarse varios otros peligros. Uno mayúsculo, pero en marcha, sería el ninguneo de la movilización juvenil y, peor aún, su eventual estigmatización como insustancial o manipulada. La deformación estructural de la convivencia que acarrea contradicciones evidentes entre grupos, regiones y clases sociales es un pendiente básico. Los huecos, chipotes y debilidades del aparato productivo se taparán de nueva cuenta. La política económica, dominada por el financierismo continuará rigiendo sin cortapisas. Las reformas llamadas estructurales (laboral, fiscal: IVA generalizado) no forman la agenda de soluciones reales, son, eso sí, las querencias de algunos capitostes para acrecentar sus riquezas y poder. De ahí el imperativo llamado para llevarlas a término aun atropellando la equidad y la buena voluntad popular que no les dio tal mandato.

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