miércoles, 17 de julio de 2013

Reformas y desigualdad
Luis Linares Zapata
L
os últimos 25 años del acontecer nacional han sido propicios para que el gobierno federal despliegue, a toda vela, su enjundia reformista. A partir de la entrada al GATT (allá por los inicios de los años ochenta) las llamadas reformas estructurales fueron, una después de la otra, convertidas en piezas de un retocado mapa de ruta. Con ellas se ha formado una colección aparentemente interminable que, según la narrativa oficial, pondrían a México en la senda de la modernidad. El país fue distinguido dentro, pero sobre todo fuera de las fronteras, como alumno especialmente aplicado en estos menesteres. Un celoso enjambre de militantes cupulares de PRI y PAN abrió, de par en par, las puertas del Congreso para darles vigencia.
El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) fue la proa insigne del proceso, desatado bajo la imperativa directiva del Acuerdo de Washington. Siguieron otras reformas de corte financiero: independencia del Banco de México, el achicamiento de la banca de desarrollo, privatizaciones recurrentes a toda prisa, en especial la de la banca que después fue internacionalizada. Se abrió la tierra ejidal al mercado. Una serie de acciones ejecutivas procedieron a desmantelar toda la red protectora y de aliento a la producción de alimentos. Las grandes empresas trasnacionales de la producción y financiamiento agrícola (junto con las agroindustrias) suplieron la veloz retirada del Estado. La industria toda quedó al garete bajo la conseja de que el mejor programa sería el inexistente. El empuje transformador ya no provendría de la fuerza organizada de la masa trabajadora, sino de la iniciativa de los particulares. Consigna que empujó, sin descanso, la formación de los grandes consorcios privados bajo el dominio de unas cuantas familias, el núcleo duro de la plutocracia nacional. El sindicalismo, ya avejentado, quedó confinado a minúsculos enclaves.
El cuadro, sin embargo, todavía está incompleto. Faltan algunas de las piezas importantes, los retoques finales de la modernización emprendida con todo el vigor de una clase política plegada a los grupos de presión, reales mandantes del modelo neoliberal. El amplísimo campo de la educación se ha convertido en foco de las ambiciones del gran capital. Lo quieren bajo su dominio por dos razones básicas: la primera debido al enorme negocio que ofrece y, después, por la palanca ideológica que conlleva. Combinar ambos aspectos daría no sólo más recursos para dominar la ruta acumuladora, sino adjuntarle la legitimidad de sustento para el modelo implantado. Los retobos sociales causados por esta pretensión, sin duda abarcadora, son vistos como una monserga que es urgente apaciguar y, de ser posible, eliminar. La insurgencia que ya despunta en estamentos magisteriales (CNTE) ha de varias maneras atemperado la soberbia federal. Simplemente la élite priísta no tiene, por sí misma, las correas de transmisión para encauzar, de nueva cuenta, la intentona de reformar la educación. Hacerlo bajo la consigna del empresariado y sus aliados del exterior (OCDE) tal y como se planteó de salida, hoy aparece como una senda cuajada de peligros.
Toca turno a las ansiadas reformas estructurales: la energética y la fiscal. Ambas atrancadas entre la falta de definiciones cupulares y la impericia de sus operadores para darles carta de navegación, al menos tal y como las desean quienes de ellas se beneficiarán. De la energética para la tarascada postrera a la enorme riqueza, aún elusiva, a sus ambiciones desmedidas, y de la segunda, para seguir gozando de los privilegios que permitan evadir el castigo fiscal correspondiente y necesario.
En el mero fondo de esta andanada modernizante, pretendidamente transformadora, subyace el dañino fenómeno de la acumulación de la riqueza y el ingreso. Las reformas estructurales famosas (bajo la conducción financierista) no han sido diseñadas para beneficio de la sociedad. Lo han sido para castigar al factor trabajo y permitir acrecentar la parcela del capital. En México, la regular marcha correctora de las desiguales apropiaciones entre estos dos factores fue interrumpida, de manera por demás cruenta, desde los principios de los años ochenta. En esos tiempos, 40 por ciento ya se destinaban al trabajo. Faltaba mucho para lograr lo que los europeos ya habían conquistado con sus sociedades igualitarias: repartir 30 por ciento al capital y el restante 70 por ciento al trabajo. La lucha entre estas dos facciones (clases las llama Marx) es el asunto definitorio de la actualidad. La trabazón entre ellas ha sido fiera y, al parecer, el capital va ganando el pleito. En México la reversión de la tendencia igualitaria es evidente: el trabajo ha perdido, cuando menos, 10 por ciento de su anterior tajada del PIB.
Un torrente de cifras duras va revelando a las claras que el discurso oficial apuntado hacia el crecimiento y la justicia distributiva cae en el vacío. Las reformas estructurales han coartado el crecimiento durante los últimos 25 años. La inversión, motor ineludible del incremento productivo, viene declinando ostentosamente. La inversión pública que era de 7 o 10 por ciento del PIB, ahora apenas alcanza 3 o 4 por ciento. La inversión privada, con muchos ofrecimientos y escasas concreciones apenas ronda cifras entre 13 o 14 por ciento del PIB. En otras economías, dichos renglones sumados alcanzan montos que fluctúan entre 25 y 40 por ciento y, en casos ejemplares (China) un tanto más como proporción del PIB. El caso de los flujos de capital externo, tan privilegiados en la propaganda del oficialismo, siguen también una tendencia decreciente con los años: de representar un monto entre 2 y 3 por ciento del PIB, hace una o dos décadas, ahora sólo llega a 2 o uno por ciento con todo y las reformas estructurales.
El panorama futuro que se dibuja con nitidez apunta ciertamente a mayor concentración y un castigo, inmerecido y cruento, del factor trabajo. Esa es la realidad y hacia allá se quiere enfilar la trayectoria nacional. El crujir de la convivencia es notorio a simple oído, pero, al parecer, al poder establecido poco le acongoja y tampoco le impulsa, cuando menos, a moderar la rampante precarización en curso de la sociedad.

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