jueves, 11 de julio de 2013

Ricardo Monreal Ávila
Existe la “normalidad democrática”, que es aquel estado de cosas públicas donde la legalidad, las instituciones, los procedimientos apegados a Derecho y las prácticas políticas civilizatorias son la norma cotidiana o la conducta cívica de todos los días
Contrario sensu, existe su antípoda: la normalidad antidemocrática, donde lo cotidiano es la irregularidad, la ilegalidad, el atropello y la amenaza a la convivencia pacífica ciudadana. El apego al Estado de Derecho es la excepción, no la norma.
El pasado domingo 7 de julio por vez primera en el país se realizaron elecciones concurrentes en 15 entidades federativas (incluyendo la elección extraordinaria en el distrito XVII de Ciudad Obregón centro, en Sonora), para elegir un gobernador, 442 diputados locales y mil 348 ayuntamientos, con la posibilidad de que votaran más de 30 millones de electores, es decir, una tercera parte del padrón nacional.
Esta concurrencia fue producto de diversas reformas electorales locales que buscaban  expresamente reducir gastos electorales, acotar los tiempos de confrontación entre partidos y tener plazos más largos para promover la cooperación y el trabajo entre partidos y gobierno.
De esta forma, se argumentó en su momento, se mejorarían la calidad y la evolución de nuestra democracia.
Pues bien, el pasado domingo, lo que afloró fue exactamente lo contrario a la normalidad democrática. La concurrencia permitió observar en su verdadera magnitud, no las virtudes o las buenas prácticas de las democracias estatales y municipales, sino el verdadero material de lo que están hechos nuestros proceso electorales. Afloraron el cobre del financiamiento ilegal, la inmundicia de la propaganda negra y la violencia del crimen organizado.
En prácticamente todos los procesos municipales uno o varios de los partidos rebasaron el tope de gastos electorales. Una investigación imparcial sobre este punto revelaría que el PRI fue el partido que más rebasó los topes, sobre todo en las entidades donde el gobernador es del mismo partido; ostensiblemente el rebase fue mayor entre los candidatos a presidencias municipales que entre los diputados locales; los rubros de mayor gasto fueron propaganda personal, utilitarios de partidos y pago de voto en efectivo el día de la elección.
La propaganda negativa fue otro elemento que jugó fuerte en esta elección, como nunca antes, especialmente en el estado de Baja California. Todas las disposiciones legales y administrativas que buscaban contener este tipo de propaganda quedaron en letra muerta y, como nunca antes, el lodo, la diatriba y el ataque sustituyó a las ideas, a las propuestas y a la civilidad misma.
Pero el factor más notable y relevante en esta elección fue la intervención de la violencia y del crimen organizado, antes y durante la jornada electoral.
No es un factor nuevo. Desde hace seis años, en las elecciones locales de 2007, hizo su aparición. Pero hoy se dejó ver con más fuerza y notoriedad. El hecho de que la violencia venga acompañando a los procesos electorales locales y federales, y de que se acepte o tolera su presencia, es la prueba más contundente de que la normalidad antidemocrática empieza a ser la regla y no la excepción.

Una docena de candidatos asesinados o secuestrados es la marca más visible y la más dolorosa. Chihuahua, Durango, Oaxaca, Sinaloa, Veracruz y Zacatecas se tiñeron de rojo por motivos electorales. Pero en el resto de las entidades hubo candidatos que debieron renunciar o desertar por amenazas a ellos o a sus familias.

La inseguridad alcanzó también a funcionarios electorales ciudadanos. En Tamaulipas y Sinaloa hubo problemas para integrar las directivas de las mesas de casillas, por temor de los ciudadanos insaculados a ser víctimas de hechos de violencia el día de las elecciones. El IFE dispone de una radiografía de las secciones electorales de “alto riesgo” (20 por ciento del total de las secciones federales), asociadas a la violencia criminal, de las cuales un gran porcentaje estuvieron en juego en las elecciones del pasado domingo. Así que desconocer o ignorar que la violencia y la inseguridad tuvieron su función el domingo pasado es pecar de ingenuidad.

El alto abstencionismo que se registró prácticamente en las 14 entidades puede explicarse en gran medida por ese clima de violencia que antecedió a los procesos electorales, agudizado también por la contrapropaganda o propaganda negativa que caracterizó buena parte de las campañas de candidatos y partidos en esta ocasión.

¿De qué lado jugó la violencia de la delincuencia organizada en esta ocasión? Como cualquier otro poder fáctico, la delincuencia organizada juega varias cartas, como en un casino, pero en esta ocasión su presencia benefició más al PRI.

En Zacatecas, esto fue muy claro. A mí me consta. Desde las ocho de la mañana, la policía estatal (que suele no atender las denuncias ciudadanas contra grupos delincuenciales en el municipio de Fresnillo), tomó las instalaciones de la policía municipal, desarmando y secuestrando literalmente a todos sus integrantes, dedicándose luego a custodiar a los operadores del PRI que repartieron despensas y dinero en efectivo a lo largo de la jornada. En las comunidades rurales, la misma operación se hizo con resguardo y protección de vehículos particulares, sin placas, y con hombres armados y encapuchados de negro, de todo lo cual hay denuncias y testimonios gráficos.

A pesar de todo ello, los simpatizantes y militantes de los partidos de oposición, especialmente PT y MC, lograron dar una batalla cívica ejemplar. Muchos de ellos no se amedrentaron y dieron la pelea frente a esa doble mancuerna de la delincuencia organizada: la criminal y la electoral.

Para concluir, no se puede afirmar que todos estos sean hechos aislados o focalizados, y que el balance general es positivo, de un gran avance de la democracia. Nada de eso. Fueron muchos prietitos en el arroz, como para decir que la elección fue un impoluto y dulce arroz con leche.

Dos sistemas estatales de cómputo caídos, como no sucedía desde hace un cuarto de siglo, en Baja California y Tlaxcala; un comando que asalta y roba desde boletas hasta pertenencias de los funcionarios de una casilla en Puebla; urnas quemadas en Mexicali; el presidente del PAN, Gustavo madero, que no pudo votar en Chihuahua por haberse cambiado la ubicación de su casilla; robo de una urna electrónica en Saltillo; quema de boletas electorales en Oaxaca; detención en Cancún de un grupo de choque del PRI; detención de una candidata del PRI en Veracruz por repartir dinero el día de la jornada; detención de militantes panistas en Gómez Palacio, Durango; entre otros etcéteras, nos hablan del regreso de un México que creíamos superado. La experiencia electoral del pasado domingo tiene un solo nombre y no es “democracia”; se llama involución política. O con mayor precisión: normalidad antidemocrática.

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